Y ahora en exclusiva, uno de sus capítulos.
Continúa la devastación de Tracia
Aragoneses y catalanes seguían comportándose como señores absolutos de las tierras que iban desde las llanuras del río Hebrus hasta Apros, de la península de Galípoli y del rico territorio que se extendía desde ésta hasta la mismísima capital del imperio, así como de buena parte de las islas del Egeo que daban entrada al mar de Mármara y al mar Negro. Campaban a su antojo saqueando y robando todo aquello que encontraban, regresando después a su fortaleza de Galípoli en donde se habían hecho fuertes. Pero mientras los almugávares arrasaban el centro del imperio, un nuevo problema surgió para la corte de Constantinopla en las tierras del Este. Los alanos, que les habían abandonado justo en su peor momento, en mitad de la que debería haber sido la batalla definitiva para los griegos, se dedicaban ahora, una vez liberados de toda vinculación política o militar con ellos, a asolar los territorios más occidentales. Del mismo modo que los ejércitos bizantinos bajo el mando de Andrónico se veían incapaces de frenar a los aragoneses y catalanes, las debilitadas y desmoralizadas fuerzas de Miguel IX tampoco podían ni siquiera plantearse un intento de resistir frente a los alanos. Así pues, éstos dejaron un rastro de destrucción y miseria en el camino que habían iniciado de regreso a su patria, más allá de la frontera del Norte. Andrónico, desbordado por los graves acontecimientos que se sucedían sin darle respiro, no tuvo más remedio que humillarse de nuevo y enviar a uno de sus oficiales a rogar, por un lado a los alanos que reconsiderasen su decisión de marcharse a su país, y por otra parte, a pedir a los turcoples que se tranquilizasen y que siguiesen confiando en la generosidad del imperio. El elegido para esta misión fue Cutzimpaxis, un oficial alano que había combatido junto a sus compatriotas bajo las órdenes de Nostongos, y que además había sido en alguna ocasión embajador de los griegos ante el jefe de los turcoples, Tuctaïs. Cutzimpaxis poco pudo hacer, ya que tanto alanos como turcoples tenían tomada su decisión, de tal modo que el embajador de Andrónico solamente fue capaz de transmitirle ánimos a Miguel y de dirigir un reducido número de soldados que a duras penas intentaban poner algo de orden en los arruinados campos griegos. Bizancio era un inmenso cuerpo moribundo y su capital, Constantinopla, el centro sobre el que se agolpaban los ansiosos buitres. Los genoveses, con su alma de mercaderes siempre al acecho, continuaron exprimiendo y aprovechándose del desesperado Andrónico. Éste les había suplicado de nuevo que pusiesen a su servicio la parte de la flota que todavía mantenían en aguas del mar Negro. De las trece grandes naves de guerra con las que llegaron los genoveses, quedaban en ese momento once de ellas ancladas a puerto, ya que habían enviado dos para escoltar a Entença hasta su prisión en Génova. No sabemos cual fue el precio total que los genoveses demandaron al emperador para prestarle la armada, pero tuvo que ser muy alto ya que a cambio de los seis mil ecus que podía pagarles sólo le ofrecieron dos galeras. El resto, cuyo precio no pudo pagar, permanecerían amarradas a puerto sin participar en la guerra, pero a la vista de los mercenarios para infundirles temor. Sucedió entonces un hecho que marcó profundamente la leyenda de los almugávares y de su espíritu irredento. Sorprende que en este caso no es Muntaner quien nos habla de la valentía de sus compañeros sino el griego Paquimeres quien, a pesar del odio que le habían producido éstos en su más profundo fuero interno, se ve obligado a ensalzar el arrojo y el alto grado de honor que los mercenarios conservaron en todo momento, aún encontrándose en situaciones dramáticas. Al parecer las noticias sobre la derrota del co-emperador Miguel en Apros y la brillante victoria de los aragoneses y catalanes se extendieron como la pólvora por todo el país. Pronto debieron llegar a Andrinópolis, en donde quizás se refugió Miguel en su huída. El pánico se apoderó de sus habitantes, a los cuales les habían convencido de que aquella iba a ser la batalla en la que los griegos acabarían de una vez por todas con la Compañía. Después del asesinato de Roger, asegura Paquimeres que habían quedado prisioneros en Andrinópolis seiscientos almugávares507. Cuando los presos, sin saber de que modo, supieron del triunfo de sus compañeros, recuperaron el ánimo y se levantaron contra sus captores. Después de atacar por sorpresa a los carceleros, lograron romper sus cadenas y se encaramaron a lo alto de la torre en la que se encontraban encerrados. Rodeados completamente por los guardianes, comenzaron a arrojar desde arriba todo lo que tenían a mano: piedras, maderas, hierros… mientras los griegos, abajo en la puerta, intentaban asaltar la fortaleza, al tiempo que hacían lo que podían por evitar el impacto de los proyectiles arrojados por los amotinados. Los ciudadanos de Andrinópolis, en cuanto supieron de la rebelión, acudieron en masa para ayudar a sus soldados y reducir a los rebeldes. El odio acumulado hacia los extranjeros durante meses, en especial después de la dolorosa derrota sufrida en Apros, explotó y miles de griegos se echaron a las calles reclamando venganza y castigo para los almugávares. Los refuerzos hicieron que se decantase claramente la lucha y la mayor parte de los sublevados se vieron obligados a rendirse. Sin embargo, un pequeño grupo tomó la determinación de pelear hasta la muerte y de no dejarse caer de nuevo en manos de sus captores. Los bizantinos que se encontraban en la calle decidieron poner fin a aquella resistencia. Amontonaron pilas de madera alrededor de la fortificación y las prendieron fuego. El torreón ardió rápidamente y las llamas se propagaron a través de sus vigas de madera, de manera que en pocos minutos parecía una gigantesta antorcha. Los almugávares vieron que, ahora sí, su final estaba cercano. Intentaron apagar el fuego con todo lo que tenían a su alrededor, incluso arrojando sus ropas, pero sus esfuerzos eran inútiles. Al fin, agotados, comprendieron que ya nada podían hacer para evitar su muerte, “se abrazaron para darse el último adios, se santiguaron con la señal de la cruz, y se lanzaron todos desnudos al medio de las llamas. Dos hermanos, que lo eran más de espíritu que de sangre, se abrazaron muy estrechamente, se lanzaron al vacío, y murieron en la caída”508. Antes de este trágico desenlace, los últimos aragoneses y catalanes que estaban a punto de saltar vieron como uno de sus compañeros, de poca edad, dudaba y estaba a punto de rendirse a los griegos por el miedo a la muerte. Con la absoluta convicción de que era lo que debían de hacer, agarraron al muchacho entre varios y lo lanzaron ellos mismos a las llamas. Acto seguido se arrojaron ellos. Paquimeres ve en este desesperado gesto la más profunda naturaleza de sus enemigos, la cual es capaz de cometer los más horribles crímenes contra la población inocente, pero que al mismo tiempo poseían unos valores y una ética sobre el honor y la dignidad inquebrantables, ni siquiera ante la evidencia de la muerte. En otro plano de cosas, la victoria de la Compañía frente a los griegos alteró en cierto modo la política internacional de los países occidentales. Los reyes de la corona aragonesa seguían con excitación los asuntos de Grecia y preparaban en secreto planes para aprovechar la posición privilegiada que los mercenarios habían logrado en las últimas semanas. Pero no eran los únicos que vieron en este triunfo una posibilidad para defender sus intereses en Oriente. Una parte de la jerarquía de la Iglesia Romana que se había mostrado tradicionalmente beligerante con el imperio bizantino y con la que consideraban cismática religión griega, emplearon el auge de los almugávares para levantar de nuevo la bandera de las cruzadas. El ejemplo de aquellos cristianos fieles a Roma que habían derrotado a los “degenerados griegos”509, como los denominaban algunos altos clérigos católicos, debía de mover al resto de súbditos del Papa y de la verdadera fe a iniciar una cruzada que tendría como objetivo, no la reconquista de Tierra Santa, sino el castigo y la aniquilación de Bizancio. Por fortuna para los griegos, que seguramente no habrían resistido un ataque de estas características, las naciones latinas no llegaron a un acuerdo al respecto, y el papado, al comprobar la falta de apoyos, abandonó por el momento la idea. Parecía que los malos tiempos habían pasado para la Compañía. Ahora se dedicaban a recorrer las tierras desde Galípoli hasta las puertas de Constantinopla, tomando todo lo que querían. Las ricas huertas griegas les proveían de víveres, las aldeas eran saqueadas y sus ganados robados, y quienes todavía habitaban allí eran usados como esclavos, sirvientes y sus mujeres destinadas a la satisfacción sexual de los almugávares. No obstante, este control no era ni mucho menos total. Dominaban a placer los campos y las pequeñas poblaciones, pero como siempre les había sucedido desde su llegada a Grecia, las ciudades importantes, aunque no sin un enorme esfuerzo por parte de sus defensores, se resistían a ser ocupadas. Las fuertes fortificaciones y las murallas de las ciudades bizantinas impedían sistemáticamente que la hueste de aragoneses y catalanes pudiesen conquistarlas, debido a que su principal potencial era la lucha en campo abierto o en emboscadas, pero no estaban preparados para mantener con firmeza el sitio de una plaza que estuviese bien guarnecida y aprovisionada de víveres. No contaban con ingenios de asalto capaces de derribar o de salvar una muralla, ni tampoco tenían la experiencia necesaria a la hora de planificar estos ataques. De hecho, el lugar que ahora empleaban como base de operaciones, el castillo de Galípoli, no lo conquistaron por la fuerza sino que sería el propio emperador quien los había instalado allí y sería posterioremente cuando decidirían apoderarse de él. Por supuesto que estas carencias no les impidieron tomar algunas poblaciones importantes, aunque siempre de manera temporal. Ellos conocían perfectamente sus limitaciones, y sabían que un asedio a una ciudad amurallada era un reto del que quizás no saldrían bien parados, de manera que evitaban ese tipo de asaltos siempre que era posible. Muntaner se limita durante este período a relatar los éxitos de sus compañeros, pero no menciona nada de los logrados por los griegos a pesar de su precario estado militar y político. Afortunadamente, Paquimeres sí lo hace y con bastante detalle. Además el cronista griego nos dará una visión distinta de los acontecimientos que sucederían a continuación. El principal escollo con el que se encontraron los almugávares aquellos días fue el almirante genovés Andrés Murisco510. Militar de fama reconocida y aliado del imperio, Murisco, o Morisco, se había hecho un lugar de excepción dentro de la armada bizantina, siendo en ese momento uno de los hombres de confianza del emperador511. Al mando de dos naves de guerra que había logrado armar Andrónico, puso rumbo a la isla de Tenedós que se encontraba amenazada por las frecuentes correrías marítimas de la Compañía. No le ocupó mucho tiempo tomar el control de la plaza, a pesar de que hubiese sido un enclave relativamente fácil de defender para sus ocupantes, pero como ya hemos dicho, los aragoneses y catalanes no estaban preparados para la lucha en las ciudades, y sobre todo el escaso número de hombres que se hallaban dentro del castillo les hacía practicamente imposible asegurar su defensa. Antes de que Murisco diese un ultimatum a los del castillo, acudió a entrevistarse con él una representación genovesa, la cual le ofreció su mediación para tomar la ciudad sin derramar sangre. Es muy posible que lo que los mercaderes buscasen fuese hacerse con una posición de ventaja en Tenedós una vez que esta retornase a manos griegas. La isla era un bastión fundamental a la hora de controlar la entrada al mar de Mármara, además de estar situado en medio de las principales rutas comerciales entre Oriente y Occidente. Pero el capitán griego conocía perfectamente la forma de actuar de los genoveses, y de lo cara que solía resultar después la ayuda que prestaban. Así que desechó su ofrecimiento y trató directamente con los sitiados. Les prometió que si renunciaban a cualquier intento de presentar batalla les permitiría abandonar la isla sin daño. Los almugávares no dudaron en aceptar el trato y dejaron Tenedós lo más rápido que pudieron. Esta victoria de los griegos, aún sin ser especialmente relevante en el plano militar, sirvió como revulsivo a la hundida moral bizantina, y la noticia corrió como la pólvora por todos los rincones del imperio, de tal modo que los comentarios se fueron deformando hasta que finalmente se creyó en las calles de Constantinopla que Murisco, no sólo había recuperado Tenedós, sino que también había vencido y expulsado a los almugávares de Galípoli, hecho totalmente falso.512 Pero las alegrías duraban poco para los bizantinos y casi al mismo tiempo, el búlgaro Venceslas, antiguo aliado de los griegos, se alzó en armas contra ellos como respuesta al agravio sufrido cuando la hija de Smitze, uno de los grandes de Bizancio, fue concedida en matrimonio a Eltimir, tío de Venceslas, en lugar de a él. En realidad, su ira no estaba motivada por el simple hecho de la boda, sino porque tras aquel enlace matrimonial el búlgaro veía alejarse toda posibilidad de entrar a formar parte de la corte de Constantinopla. En venganza recorrió con su ejército la Tracia, arrebatándole a su pariente los castillos de Yampole y Larde, lo que no hizo sino empeorar más todavía la penosa situación en la Europa griega. Algún tiempo después, Venceslas se convertirá en un personaje de gran importancia en el futuro de la Compañía. Durante esas semanas una partida de almugávares atacó a la esposa del co-emperador Miguel IX, la cual viajaba protegida por una fuerte escolta por la ruta que lleva de Tesalónica a Constantinopla513. La princesa Rita, que era a su vez hija del rey de Armenia Hethoum II514, no debió recibir daño alguno aunque los griegos se desesperaban cada más más al ver como ni la familia real tenía garantizada la suficiente seguridad como para viajar por su propio imperio. No obstante, no hemos encontrado cual pudo ser la fuente de la que Schulumberger obtuvo esta información. Los graves sucesos que estaban sacudiendo a Bizancio no tardaron en tener importantes consecuencias en su capital, y uno de los principales protagonistas de aquel momento sería el patriarca de la Iglesia ortodoxa, Athanasio I.
-------------------------------------507 Recordemos que Muntaner había afirmado que todos los acompañantes de Roger de Flor en su viaje a esta ciudad, excepto tres de ellos, murieron en la emboscada.
508 PAQUIMERES, J., Georgii Pachymeris De Michaele et Andrónico Palaeologo, libro XII, cap. XXXIII
509 BURNS, R. I., Moors and crusaders in Mediterranean Spain, cap. XVI, II 510 Andriol Morisc para Muntaner. MUNTANER, R., Crónica, cap. 227
511 Para Schulumberger, Murisco era el vestiario de Andrónico, cargo bizantino que antiguamente denominaba al encargado del vestuario de la familia imperial y que en este momento equivalía a ser consejero del emperador. SCHULUMBERGER, G., Expédition des Almugavares ou routiers catalans en Orient, cap. V
512 PAQUIMERES, J., Georgii Pachymeris De Michaele et Andrónico Palaeologo, libro XII, cap. XXXIV
513 SCHULUMBERGER, G., Expédition des Almugavares ou routiers catalans en Orient, cap. V 514 Hay quien cree que en realidad su padre fue el abuelo de Hethoum, León III, y Ernest Marcos dice que Rita, o Rita-María, era hermana de de Hethoum II. MARCOS, E., Almogàvers. La historia, pág. 155